Génesis y Explicación del No Podía Saberse
La emergencia por el Covid-19 ha traído de regreso una de las zacapelas más deliciosas que se han generado en Twitter desde el advenimiento del apocalipsis democrático mexicano del 2018: la del «No Podía Saberse». Los insospechados efectos secundarios de la crisis sanitaria — ese anillo al dedo para concretar los más guajiros sueños de destrucción institucional y democrática ofrecida en campaña — incluyen locas aventuras como la orden fulminante de entregar al bolso oscuro de la voluntad presidencial el 75% del presupuesto operativo de toda la Administración Pública Federal, o la eliminación de la desigualdad por vía de la pauperización de todos, o las mentiras y el ocultamiento de cifras de contagiados y muertos por el novel bicho — han puesto al descubierto a la vista de ciertos ojos insensatos y malquerientes que quizá quienes en julio del 2018 tacharon en la boleta en favor de quien hoy ocupa el Poder Ejecutivo Federal se equivocaron y encumbraron al desastre como forma de la administración pública. La fórmula — canchera, jodona, mordaz, de ironía perfecta — surge por la desesperación y frustración de estar viendo cómo los pronósticos más lúcidos sobre el desastre que se avecinaba se están cumpliendo uno a uno. Es una inconformidad ante la nueva normalidad mexicana que va desde lo delirante hasta lo caótico.
«No podía saberse, no es culpa de nadie» es una frase que mucho enoja a los votantes más orgullosos del Demagogo en Jefe. En vez de hacer un acto de autocrítica o contrición, pareciera que debemos pedirles perdón por no haberlos acompañado en la ceguera democrática. La fórmula es una manera de exigir cuentas a los facilitadores del desastre, a los deshonestos intelectualmente, a los que tenían la obligación — ética, intelectual — de advertir las consecuencias que hoy estamos padeciendo. Es primordialmente a las élites académicas, intelectuales, empresariales, periodísticas, a quienes se exigen cuentas. A unos por facilitadores del desastre que poco a poco, ante el progresivo desmoronamiento de la realidad y del régimen, han buscado distanciarse de él: a las Gabrielas Warkentins que sin pudor fueron a darle un espaldarazo al libro de adoctrinamiento infantil con la figura presidencial en «El sueño de Andrés» (como se ha hecho con otras figuras de indiscutible raigambre democrático como Hugo Chávez, Fidel Castro y Evo Morales); a académicos, especialmente del CIDE y del COLMEX, que fallaron intelectualmente o que de plano dieron el espaldarazo a este régimen; a los empresarios que bajaron la cabeza desde el primer minuto para que no se las cortaran y que luego van a cenar tamalitos de a 20 millones de pesos con el Señor de Palacio. Es para ellos el reclamo, no para los párvulos de la democracia que votaron en 2018 con la inocencia lista para el matadero con que uno le entra al primer amor.
«No podía saberse, no es culpa de nadie» es una estrategia narrativa para no normalizar al régimen, para no olvidar que lo que estamos viviendo no tiene nada de normal ni nada de aceptable, que los gobiernos de la transición democrática de Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón o Enrique Peña Nieto tuvieron errores y comportamientos escandalosos como la revancha de corrupción priísta en el periodo 2012–2018, pero que todos fueron leales con una idea fundamental: la continuación institucional y democrática de la nación. Se reclama el voto para no acostumbrarnos, para señalar que nada de lo que pasa es normal: que no es normal que se extorsione a un Ministro de la Suprema Corte para que renuncie y colocar a alguien sin otra credencial que la incondicionalidad; que no es normal que se hagan censos al margen del INEGI con un ejército de «servidores de la nación» para la captura de clientelas electorales vía la dádiva del presupuesto público; que no es normal que se ataque a los organismos autónomos mediante amenazas o el estrangulamiento presupuestal; que no es normal que se nombre al director de PEMEX sin que cumpla los requisitos legales; que no es normal que se impongan en organismos especializados a personas inexpertas; que no es normal abandonar a la clase media en medio de la catástrofe económica por la pandemia; que no es normal cancelar inversiones mediante consultas y mucho menos mediante consultas fraudulentas; que no es normal tirar dinero en una refinería que se construye en un pantano; que no es normal imponer un aeropuerto detrás de un cerro que ha sido desautorizado por todas las autoridades aeronáuticas; que no es normal pagar miles de millones por el capricho de no querer construir una obra; que no es normal adjudicar directamente más del 80% de las compras del gobierno; que no es normal desmantelar el sistema de salud en una ocurrencia; que no es normal cerrar refugios para mujeres y estancias infantiles. En fin, que no vivimos en un lugar normal y que no pensamos acostumbrarnos.
«No podía saberse, no es culpa de nadie», tiene un trasfondo profundamente democrático. Se funda en creer que el voto cuenta y se cuenta y que los votantes deben ser libres de escoger la opción que mejor les guste siempre que ésta sea leal con la democracia. La frase es de quienes están convencidos de que vivimos bajo una democracia así sea perfectible y queremos que ésta siga rigiendo nuestro pacto político. Es curioso que nunca se haya perfeccionado un reclamo colectivo tan estruendoso por el sentido del voto. Antes existía una suerte de nebulosa: el PRI ganaba, ahí estaba, nadie culpaba a los votantes de Enrique Peña Nieto; el PRD arrasaba en la Ciudad de México, nadie le reclamaba a los votantes de Miguel Ángel Mancera; el PAN ganaba, nadie reclamaba a quienes votaron a Felipe Calderón y a Vicente Fox. La responsabilidad paraba — como debe ser en circunstancias normales — en la persona que ejercía el poder y en el partido que lo postulaba y se exoneraba a los votantes. El castigo se tramitaba en la dinámica recurrente del sufragio. Por poner un ejemplo, si Marcelo Ebrard fuera Presidente, por sus características personales, por su bagaje cultural, por su trayectoria, por sus credenciales democráticas, por su racionalidad al encarar las crisis, por su pericia política y administrativa, probablemente el «No podía saberse, no es culpa de nadie» nunca se hubiera materializado. Sin dejar de ser polémico y tener episodios de su vida pública francamente cuestionables, en lo esencial, Ebrard es un hombre que construye y reforma con convicción democrática dentro del sistema.
Los Presidentes de la transición democrática siempre fueron leales a los valores democráticos, a la vigencia institucional de la democracia, y todos sin excepción contribuyeron al perfeccionamiento incremental de los valores liberales de la Constitución. Al ser fieles a estos ideales, hasta en el desprecio por su gestión había cierto cariño, cierto aprecio que dimensionaba la enormidad del encargo y reconocía las limitaciones personales y los yerros. Quizá esto no es así ahora porque este régimen canceló en definitiva la empatía. Su ambición de poder es su tumba y la de todos. La arrogancia con la que busca controlarlo todo cancela desde arriba el espacio para la generosidad. La cuenta por el avasallamiento integral que practica el régimen la pagan los que lo encumbraron con su voto y que siguen alimentando su ansia de devorarlo todo con su apoyo decidido en unos casos — ya sea a cambio de algo o por franco fanatismo ideológico — y con su crítica titubeante en otros tantos, con la tibieza que muchas veces no es otra cosa que una franca deshonestidad intelectual.
«No podía saberse, no es culpa de nadie» es, sobre todo, un acto de rendición de cuentas, una cita con la historia, un corte de caja, una lección de pedagogía democrática del que los corifeos del voto por AMLO han intentado librarse con la misma puerilidad con la que depositaron su voto en las urnas, normalizando a un régimen anormal y que es desleal con muchos de los valores más caros de nuestro pacto político y social. El reclamo se ha topado con mucha diatriba, soberbia y poca autocrítica por parte del soporte intelectual del régimen. Muchos culpan a los otros candidatos de no ser opción y exculpan el desastre actual adoptando sin pudor la muletilla oficial de «Nos dejaron un desastre»; el director de la Escuela de Derecho del CIDE los llama imbéciles y les refriega su voto por Fox y Calderón y Peña Nieto con la misma rabia con la que no defiende a su institución del atraco presupuestal que la tiene al borde de la ruina; Carlos Bravo Regidor ya de plano les dice derrotados por no haber tenido la delicadeza para convencerlos; la miscelánea del progresismo les espeta: ustedes necesitan aliados y así no se ganan aliados. Creen que son instrumentales y que los que los cuestionan harían mejor en convencerlos. Si a AMLO no le interesan sus aplaudidores, imaginen cuánto les interesa a los otros tenerlos como aliados. Las alianzas éticas surgen a partir de convicciones compartidas. En este caso, sería fundamental estar de acuerdo en la lealtad hacia los valores de la democracia liberal, cosa que asquea por completo a los aplaudidores. Habrán de enfrentar solos a su cita con la historia.
Los chillones del voto nos quieren convencer de que el votante obradorista es un párvulo al que hay que llevar de la mano para aleccionarlo, al que no se debe reprender, al que se debe apapachar y cortejar porque «no hay que polarizar» como ellos hicieron de sobra durante la campaña. Sin ninguna soberbia, los intelectualmente honestos han reconocido su error y trabajan denodadamente por enmendarlo y por preservar los valores democráticos e institucionales de nuestra nación. Los otros nunca van a estar de este lado: cuando no por sus convicciones antidemocráticas, por puro orgullo o porque querían exactamente lo que obtuvieron, pero no les gustó que el régimen tocara sus privilegios y sus canonjías, se suponían intocables.
Se reclama a quienes se visten de demócratas, pero apoyaron y siguen apoyando de formas veladas y a veces no tanto a un régimen troglodita que ambiciona el poder absoluto y no el bienestar de todos. Como sucede frecuentemente en la progresía, andan muy llenos de sí, muy orondos en su idea de haber «desafiado al orden establecido», sostienen que no se equivocaron, sino que mágicamente todo resultó mal y que de este «desencanto» habrán de salir fortalecidos. Lo malo es que la patria se desmorona mientras ellos fortalecen su soberbia. Se reclama la impericia intelectual porque no fueron traicionados: todo estuvo siempre a la vista para quien quiso verlo. Se reclama porque este régimen representa una traición a años de construcción democrática; porque fueron y siguen siendo facilitadores ingenuos y arrogantes y por ahí se nos van a escapar el país y la democracia.
La pedagogía aquí es que, mientras siga siendo libre, el voto es como cualquier decisión en la vida: tiene consecuencias y, en ausencia de un mínimo piso ético en común, cada quien habrá de hacerse cargo de ellas por su cuenta.